Del otro lado del mar
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Muchos años antes, desde ahí mismo, en Turbo, había agarrado una panga para ir a Capurganá, a donde se llega, desde este lado del mundo, por agua. De la misma forma, varios años después, tomé una panga para llegar a Unguía, una tierra adentro del río. Uno llega a una especie de puerto que simula como una puerta de entrada al pueblo, y del otro lado, luego de atravesar la puerta, Unguía. La carretilla con caballo de del señor Carlos Patiño como es conocido en el pueblo nos esperaba para arrastrarnos, con todo y maletas hasta la casa de Nelly, y mientras llegábamos, todas las personas que nos encontramos en el camino la saludaban, algunas más efusivas que otras, pero a fin de cuentas todas.
Era diciembre, ya bastante avanzada la fecha, y la navidad se acercaba con velocidad. Dejamos las maletas en la casa y salimos para el parque, que ya estaba adornado de navidad y se veía tranquilo. A un costado, el negocio del papá de Nelly, a donde debían llegar los juguetes y envíos que mandaban desde la ciudad, o bueno, desde las ciudades, en unos casos Medellín, en otros casos Bogotá. Al otro lado, la casa de colores, atiborrada de computadores y niños que entraban y salían, y que se abalanzaron en un efusivo recibimiento apenas vieron a Nelly. La alegría, como era de esperarse, se traducía en una lista interminable de relatos que daban cuenta de que se habían portado bien, y que estaban esperando su regalo.
Nelly se reía, le mandaba razones a los papás del uno, le preguntaba cómo les había ido en el colegio a otros, qué habían aprendido, por qué Fulanito no había vuelto, mientras le preguntaba a Viviana Valoyes, la muchacha encargada de la casa de colores, cuántos niños estaban asistiendo en los últimos días. Salimos de la casa de colores y atravesamos el parque, y otra vez nos volvíamos a encontrar con un montón de gente que la saludaba, que preguntaba cuándo había llegado, que cuándo se repartían los juguetes, mientras algunas personas nos ponían al tanto de los últimos acontecimientos de Unguía.
Sí, todo seguía su marcha en la navidad pal Chocó, mientras entrábamos al local del papá de Nelly a recibir varias cajas que habían llegado cargadas de juguetes, mientras hablábamos sobre los periplos que tuvieron que atravesar las cajas para llegar hasta ahí. “Unguía es una isla”, me dijo Nelly, a lo que nos quedamos hablando sobre el abandono del territorio, mientras atinábamos a decir que no, que Unguía no era una isla, aunque según las condiciones de su medio la única forma de llegar era en lancha, después de pasar del mar al río, y del río al mar, y así sucesivamente hasta llegar a la puerta de Unguía.
De entrada, las condiciones para salir y llegar son una aventura para quien llega como turista, como en mi caso. Sin embargo, al mirar un poco más allá, la aventura se convierte en dificultades, en una barrera que le pone la vida a las oportunidades, y en todo eso que se omite cuando ligeramente se advierte que “el pobre es pobre porque quiere”, sobre todo en una tierra llena de una niñez y una juventud que, a pesar de todo, se atreve a soñar, y que por fortuna encuentra una Nelly que se ha empeñado, no solo en gestionar los regalos para esos niños que viven del otro lado del mar, y del Atrato, sino también en darles la oportunidad de salir de esa simulada isla a través del acceso a internet, a becas para estudiar, y a todo aquello que nunca nadie les había contado que existía allá, del otro lado del mar.
Elaborado por: Maria Jimena Padilla Barrío – Voluntaria FUNCOES